domingo, febrero 09, 2014

¿Qué pasa?

Me pongo los auriculares para no oír los mensajes de whatsapp que no paran de entrar en los teléfonos móviles de los que me rodean. “Te vas a quedar sin amigos”, me dicen, “por no tener whatsapp”, “estás socialmente muerta”, amenazan, “por no tener whatsapp”, “pero, ¡¡¿qué teléfono es ese?!!”, y se ríen de mi teléfono nokia sin cámara de fotos, ni grabadora de vídeo, ni posibilidad de descargarme una aplicación llamada whatsapp, “parece un mando a distancia”, me dicen mientras ellos hablan por teléfono con algo que se parece mucho a una carpeta, y no me miran a la cara porque están muy ocupados contestando sus mensajes de whatsapp y enviando fotos y descargando vídeos, y se enfadan porque no tengo whatsapp, les ofende que no tenga whatsapp, no pueden entender que no tenga whatsapp sin recordar que hace tan solo un año ellos tampoco tenían whatsapp y sobrevivieron, y me hablan de tarifas económicas y de teléfonos chinos con los que podría tener whatsapp, que no hace falta que me compre un iphone, y apuestan con sus amigos a través del whatsapp cuánto tiempo tardaré en caer y tener whatsapp, y quiero disfrutar de estos momentos, quizá los últimos, quiero saborear esta sensación de haber viajado muy atrás en el tiempo, cuando a los seres humanos nos duraba mucho la batería y nos comunicábamos por SMS.

lunes, septiembre 30, 2013

Este es el diario de Niña Jonás (18)

Un día me presenté al II Concurso de Relatos Hiperbreves ma non troppo "La siguiente la pago yo", y vaya usté a saber por qué, me dieron un accésit (de lo cual me alegré un montón), y en la entrega de premios me entregaron un trofeo, y un diploma, y me invitaron a cervezas y canapés, y lo pasamos genial porque los organizadores son unos cachondos y una gente estupenda.

Aquí va el relato:

Coleccionista de frases

Yo solía coleccionar frases. Frases absurdas que no significan nada. Que no sirven para nada. Que no ayudan a nadie. Frases que cortan y pinchan y se transforman y duelen y luego se olvidan de puro inanes. Frases que oía en el metro y en la parada del autobús y en la cola del cine y en el puesto de la carne. Frases como “cuarto y mitad”, “dos para la sala cinco” y “dónde está el baño”, “pásame la sal”, “córteme solo dos dedos”, “me lo envuelve para regalo”, “esto no es lo que parece...”
Decidí aprenderme estas frases. Aprenderlas todas de memoria y usar únicamente estas frases para comunicarme.
Cada día metía frases nuevas en un sombrero y escogía al azar diez o quince para utilizarlas a lo largo de esa jornada. Si alguien me decía, por ejemplo, “tengo entradas para el teatro”, yo respondía: “te acompaño en el sentimiento”; si me paraban por la calle para preguntarme la hora, yo decía “hay que dejar que el viscolátex se expanda”. Un día que me atracaron me tocó decir “me gustó más el libro”.
Cuando me encerraron en una institución psiquiátrica, aun atiborrada de pastillas acerté a decir “el mío lava más blanco” y “a eso hay que añadir el establecimiento de llamada”. “Anda, dame, que tú no sabes” —les espeté mientras me ponían la camisa de fuerza—, “como no te calles te callo”, “por favor, ¿la plaza de Las Descalzas?”; se ve que se me soltó la lengua debido a los efectos del electroshock. Una vez vinieron los de España Directo al hospital para indigentes mentales en el que me hallaba recluida y creo que les quedó un bonito reportaje.
Yo había adelgazado como doce kilos porque los psicoterapeutas me acribillaban a preguntas en las sesiones de terapia y a mí me llevaba cada vez más tiempo y energía aprenderme la enorme cantidad de frases que necesitaba para responder a todo lo que me preguntaban, y esto apenas me dejaba tiempo para comerme los purés. Y es que otras virtudes no tendré, pero no me gusta ser descortés ni antipática ni tan desconsiderada como otros pacientes que no responden o se dan la vuelta cuando les hablan; algunos incluso llegan a agredir a los médicos en medio de una sesión.
Yo no. Yo respondo a todo. Si me preguntan que cómo me encuentro esa mañana les respondo que siempre voy como un reloj; si se sorprenden porque no tengo familiares o amigos que puedan venir a visitarme les digo que los niños son como los borrachos, que siempre dicen la verdad; cuando me preguntaron que qué pretendía robando un cuchillo de la cocina y escondiéndolo debajo de la almohada yo les dije amablemente que mi gato sabe latín.
Me gustaría seguir escribiendo, pero hace ya días que los terapeutas decidieron quitarme las hojas, el bolígrafo y el sombrero; hace días que nadie se molesta en escuchar mis sentencias.
Hoy se intuye un precioso día soleado a través de los cristales oscuros del furgón, y cuando pregunto que dónde me llevan, el conductor de la ambulancia me responde sonriendo que hay que añadirle una aspirina al agua de las rosas.


martes, septiembre 04, 2012

Este es el diario de Niña Jonás (17)

Esta mañana me desperté con el cuerpo bañado en sudor.
El sol me daba de lleno en la cara, y cuando por fin conseguí abrir los ojos y acostumbrarme a la luz cegadora propia del litoral mediterráneo, pude ver las sábanas azules dobladas sobre la mesita baja.
Por lo visto ayer, agotada por el intenso día de sol, deportes náuticos y paseos playa arriba playa abajo ejercitando los gemelos y el sentido de la vista, me quedé dormida antes de conseguir abrir el sofá cama del saloncito. Aunque puede que algo hayan contribuido a mi estado lamentable de anoche los chupitos con que nos obsequió Ahmed, el camarero del restaurante de pizzas, kebabs, especialidades indias y pollos asados que hay justo al lado de nuestro portal. Con el tequila que tiene en el restaurante no me extraña que sea abstemio.
La superficie del sofá estaba completamente empapada y estuve a punto de encender el aire acondicionado, pero al final me abstuve por aquello de que puede provocar terribles dolores de garganta que sin lugar a dudas derivarán en daños irreversibles en las cuerdas vocales, por no hablar de que son un reducto de polvo, suciedad, bacterias y animales muertos, o al menos esto es lo que nos advirtieron los padres de Sonia cuando esta les pidió las llaves para pasar unos días en su apartamento de Torrevieja, Alicante.
Tuve que ducharme con agua fría, ya que Sonia, siempre obediente a las indicaciones de sus progenitores, apaga el calentador eléctrico cada vez que se ducha para evitar que se produzcan descargas eléctricas en la bañera, y por lo visto se le olvidó volver a encenderlo después.
Calenté un poco de agua para prepararme una infusión de té verde, guaraná y piña, o Té-Silueta, su nombre comercial, y que por lo visto es un gran aliado en la “Operación Bikini” (operación que nada tiene que ver con el lanzamiento de bombas de hidrógeno sobre arrecifes coralinos) ya que favorece la eliminación de grasas y toxinas, provoca diuresis y gracias a su agradable sabor puedes cuidarte sin sacrificios porque te ayuda a conseguir tu peso ideal.
Lo que no me imaginaba al comenzar a tomarlo es que mi peso ideal era 4 kilos más de los que tenía antes de empezar mis vacaciones; creo que en cuanto llegue a Madrid escribiré a los de Hornimans para que se curren un Té-Especial-Eliminación-de-Grasas-de-Bravas-y-Chopitos, aunque haya que sacrificar el efecto diurético, que de eso ya se encarga la cerveza. El caso es que no podría decir si la infusión se caracteriza por su delicioso sabor afrutado, porque el agua del cazo nunca llega a calentarse más de 40ºC, con lo cual merma bastante la capacidad de la bolsita para infusionar, y es que los padres de Sonia nos han prevenido para que no encendamos la placa de la cocina más de tres minutos seguidos y evitar así que salten los plomos y se produzca un incendio.
Menos mal que nos dieron todas estas indicaciones por escrito en letras mayúsculas y entre signos ortográficos varios, con predominio de los de exclamación, y se lo vuelven a recordar a Sonia cada vez que esta les llama por teléfono para decirles que sí, que todo va bien, si no, probablemente ya seríamos carne de portada de la sección de sucesos de algún periódico local.
Mientras las hierbas trataban de cumplir su función en el agua tibia de la taza, coloqué un par de mantelitos individuales en la mesa de cristal de la terraza, dispuse lo necesario para el desayuno y me fui a despertar a Sonia a su habitación, que ya que era nuestro último día en la playa había que aprovecharlo al máximo, y además ya eran más de las doce y media.
Justo cuando me disponía a girar el pomo, la puerta se abrió de golpe y apareció ante mis narices el pecho escultural y rasurado de un chavalote rubio, (estimo que unos diez años menor que Sonia y que servidora), rascándose la cabeza al tiempo que bostezaba y sin otro atuendo que unos slips blancos mezcla algodón y seda con cinturilla verde limón en la que se podía leer: Be GooD Be GooD Be GooD... y ribetes también verde limón alrededor de los muslos y en la costura de la bragueta, cuya abertura, por cierto, y a diferencia de los slips tradicionales, se hallaba en disposición horizontal, lo cual me hizo suponer que se trataba de uno de esos raros ejemplares de calzoncillos para zurdos que sacaron al mercado algunas marcas de ropa interior masculina y que no tuvieron demasiado éxito, porque total, para sujetarte la cola mientras meas tampoco hace falta tener ninguna habilidad especial. Aunque quizá debería haberle preguntado al chaval al respecto, pero me pareció poco oportuno iniciar este tipo de debate cuando aún no nos habían presentado oficialmente, aparte de que no domino ciertos idiomas extranjeros y con el agravante de que aún me encontraba en estado de shock.
Puede que el color de su piel fuera un poco rosa de más. Lo digo por ponerle algún defecto.
“Voy a piss”, me dijo en un perfecto castellano de turista alemán, y yo me aparté para dejarle pasar. Iba a decirle que mejor no encendiera la luz, por lo de que explotan las bombillas, pero no hizo falta porque dejó la puerta del baño abierta y se debió de apañar bien con la luz que entraba por el pasillo.
Me dio tiempo a tomarme una horchata con fartons, dos donettes y una rebanada de pan integral con semillas de girasol y mermelada de arándanos antes de que parara el chorro del joven follador alemán, y al salir del baño y verme sentada en la terraza se acercó. “¿Es que... pueddo?” dijo cogiendo un vaso; lo llenó de zumo de pomelo y se lo bebió de un trago; después agarró unas cuantas lonchas de pechuga de pavo y se las metió en la boca con una mano mientras con la otra cogía cinco o seis galletas de avena con chocolate; se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a la habitación de Sonia diciendo “Adiós guapa” (se ve que esta frase la había practicado más a menudo) todo esto en unos treinta y cinco segundos, sin apenas mirarme y sin dejar de masticar.
Me comí dos ciruelas pasas y los fritos barbacoa que quedaban en la bolsa, me puse el bikini (el blanco, el que tiene relleno) y me fui para la playa, no sin antes bajar todos los interruptores del cuadro de la luz, excepto el que pone “Nevera”.
La playa estaba a reventar, pero hoy había decidido no perder el tiempo buscando hueco entre familias bulliciosas, jugadores de frisbee y flanes de arena, sino alquilarme una tumbona y una sombrilla de esas de techo de paja, sin pensar en el sablazo que aquello pudiera suponer. Además pude elegir con comodidad porque, sorprendentemente, la zona de alquiler de tumbonas estaba prácticamente vacía; solo había un par de chicas haciendo topless con unos originales cubrepezones en forma de hoja de marihuana, un señor comiendo patatas bravas de un vaso de mini de plástico transparente y al que no le hubieran venido mal también un par de cubrepezones, y un poco más lejos un tipo que me sonaba un montón; al principio pensé que podía ser un vecino de la urbanización en la que estamos alojadas, pero luego caí en que era alguien que alguna vez hizo algo en la tele, aunque no conseguía ubicarlo.
No quería mirarlo demasiado porque me pareció que se estaba empezando a mosquear, de hecho él tampoco me quitaba ojo de encima; el caso es que en un momento dado el tío se incorporó en su tumbona, mirándome desafiante a través de los cristales verdes de sus gafas de sol, y al cabo de unos segundos que me parecieron interminables se levantó con parsimonia, avanzando lentamente hacia mí, con una templanza que hacía suponer que el tiempo se había detenido en la playa de La Mata; solo le faltaban las botas vaqueras para parecerse a Henry Fonda en Hasta que llegó su hora, sobre todo porque después de dar cinco pasos con los pies desnudos tuvo que ir acelerando la marcha para al final acabar dando saltitos de puntillas y evitando en la medida de lo posible el contacto con la arena, ya que estaba abrasando.
Por otra parte entiendo que no se calzara, porque un vaquero en chanclas pierde mucho, y al llegar a mi tumbona se sentó en ella dejando colgar los pies con una mueca de alivio y me preguntó si era la primera vez que venía a esta playa, porque nunca me había visto por allí. Yo pensé que dado que esta playa la visitan diariamente unos cuantos miles de personas, el hecho de no habernos encontrado antes tampoco era tan excepcional, pero antes de que pudiera abrir la boca el tipo me hizo un gesto con la mano para que me acercara más a él y me dijo en un tono confidencial, casi susurrando, que tras dejar su programa se había dejado barba y patillas para pasar desapercibido, pero que como vio que yo le había reconocido pero no me atrevía a ir a saludarle, se acercó él a mí para no quedar como uno de esos famosos que van de sobrados.
Me preguntó que cómo me llamaba y se lo dije con la esperanza de que él hiciera lo mismo y me revelara por fin su identidad, pero no lo hizo, supongo que dando por hecho que no era en absoluto necesario y me dio dos besos en las mejillas haciendo chocar sus Ray-Ban contra mis Oakley.
A todo esto, y mientras el tipo hablaba con una verbosidad inquietante, yo asentía rebuscando entre mis recuerdos televisivos e intentando imaginármelo sin barba, por si en algún momento me preguntaba algo sobre su programa, y por fin conseguí visualizarle como presentador en un espacio de entrevistas que ponían por la noche, creo que en La 2, incluso me estaban viniendo a la memoria algunos de sus pintorescos entrevistados cuando le oí decir que había acabado muy quemado del concurso (¡¿concurso?!) y que por eso no había vuelto a hacer televisión en los últimos tres años a pesar de haber recibido tentadoras ofertas de diferentes cadenas, además de que estaba bastante a gusto con su negocio de loterías, dijera lo que dijera Roberto, y entonces pensé que se me daba fatal jugar a Mr Potato con la imaginación, porque al volver a mirarle estaba claro que aunque sea por la edad el tipo no podía ser Jesús Quintero, pero claro, tenía que quitarle también las patillas y por fin se hizo la luz y me vino a la cabeza la sintonía y la dinámica del concurso mientras me comentaba que a pesar de lo que me acababa de explicar de Montecarmelo no descartaba volver a casarse algún día, pero que en cualquier caso le interesaba mucho mi opinión, y de repente va y me pregunta “¿Tú que harías en mi lugar? ¿te desharías del pazo?” así, a traición; yo confiaba en que siguiera hablando sin esperar mi respuesta, como parecía que era habitual en él, pero en vez de eso se quedó mirándome expectante durante un rato larguísimo, con los ojos muy abiertos tras sus gafas verdes, era como si de pronto se le hubieran acabado las pilas, así que le dije que iba a reflexionar mi respuesta dándome un chapuzón y le dejé sentado en mi tumbona, con los pies colgando y mirando al vacío.
Después de un buen rato brincando entre las olas me empezó a entrar hambre, pero no me atreví a salir hasta que vi a Quique Iborra, el expresentador parlanchín, montado en un plátano hinchable arrastrado por una lancha motora. Tenía que darme prisa en salir del agua, secarme un poco y ponerme los shorts para ir al chiringuito, porque la atracción solo dura quince minutos y ya estaban remolcando el plátano hacia la orilla.
Tuve que esperar un buen rato hasta que se quedó una mesa libre; pedí una cerveza y le dije al camarero que si por favor me podía traer la carta para pedir unas raciones. Me dijo que lo lamentaba mucho pero que hoy se habían visto desbordados por una excursión de turistas suecos que venían de Elche y que solo les quedaban hamburguesas o la “Fideguay” de Paellador.
Me trajo la carta de hamburguesas y me explicó que la Trovador y la Super Charlie’s estaban agotadas, y que me podía hacer la Especial con Huevo pero sin huevo porque el camión que trae los huevos había tenido un accidente a la altura de Benijófar, por suerte nada grave, pero que en compensación podía ponerme extra de queso o más pepinillos. Le dije que prefería el queso y que el beicon estuviera muy hecho, que me gusta crujiente, y se marchó para dentro después de ensuciar la mesa con la bayeta.
La mesa contigua a la mía también se quedó vacía y la ocuparon cinco tíos; cada uno llevaba una camiseta de un color diferente, concretamente rojo, verde, amarillo y azul, excepto el quinto, que tenía el torso desnudo y que supongo que sería el dado.
Pero lo que más me llamó la atención no fueron los colores de las camisetas sino los mensajes que tenían escritos; la azul decía I say no to drugs but they don’t listen y la roja ponía I don’t have to pee in a cup to prove I do drugs, lo cual me hizo suponer que eran cinco amigos ingleses amantes de las drogas; pero luego vi que la camiseta amarilla llevaba inscrita la leyenda: I take Aspirin for the headache caused by the Zyrtec I take for the hayfever I got from Relenza for the uneasy stomach from the Ritalin I take for the short attention span caused by the Scopederm Ts I take for the motion sickness I got from the Lomotil I take for the diarrhea caused by the Zenikal for the uncontrolled weight gain from the Paxil I take for the anxiety from Zocor I take for my high cholesterol because excercise, a good diet, and regular chiropractic care a just too much trouble, y entonces pensé que podían ser cinco amigos ingleses amantes de las drogas, sí, pero siempre que estas no se consuman bajo prescripción facultativa; pero cuando vi que en la camiseta verde, que por cierto, contenía al más guapo, se podía leer Just say NO to drugs, y me estaba diciendo a mí misma, “vale, son 5 ingleses”, el que no llevaba camiseta se plantó una gorrita de visera con la inscripción: Dime con quién andas y si está buena me la mandas mientras se levantaba para decirle al camarero que me estaba trayendo la hamburguesa: ¡Chaval, tráenos una jarra de sangría, bien grande y bien fresquita! Y es entonces cuando por fin se hizo evidente que eran cinco tíos que se han juntado para no tener que llevarse un libro a la playa.
Le di un mordisco a mi hamburguesa, pero le faltaba ketchup y en la cestita de los aliños de mi mesa solo quedaba salsa rosa, así que pensé en aprovechar la ocasión para establecer relación con los componentes de Parchís, a ver si había suerte y me podía comer a la ficha verde.
Les pedí el ketchup, me ofrecieron la cestita muy amablemente y pasaron totalmente de mi culo.
Me estaba empezando a deprimir pensando que estaba perdiendo facultades a una velocidad alarmante, en cuestión de pocas horas, porque ayer mismo me pareció que varios tíos me miraron lascivamente mientras paseaba por la playa, vale que la mayoría tenían más de 65 o mujer y niños, pero joder, que a ninguno de los cinco les interesara lo más mínimo... claro que a lo mejor eran gays, pero no parecían gays y en esto no suelo equivocarme, y entonces oí un acento como de Orihuela que decía, “Niña ¿te quieres sentar con nosotros que estás ahí muy sola?”
Me levanté rápidamente agradeciéndole la invitación al de amarillo y me hice un hueco entre Azul y Torso Desnudo para sentarme frente al guapo, y entonces pensé que a lo mejor tenía que haberme hecho de rogar un poco porque parecieron bastante sorprendidos de que aceptara así de rápido, sin tener que suplicarme o hacer el payaso antes de conseguir que yo accediera a acoplarme a ellos, pero es que veía que se me acababan las vacaciones sin nada de lo que poder presumir cuando volviera a Madrid.
Como se me acababa de terminar la cerveza me echaron sangría en la copa vacía y brindamos por el veranito y las chicas guapas, esto último a petición de Rojo, que en realidad se llamaba Octavio y tampoco estaba nada mal y por tanto no había que descartarlo como segunda opción.
El de amarillo, que se presentó como Alberto pero al que todos llamaban Tito, se enzarzó en una discusión con Flavio, el de la gorra, que comenzó con un inofensivo debate sobre la cantidad de fruta que tiene que llevar la sangría para ser digna de recibir tal calificativo, y que fue derivando en un enfrentamiento cada vez más acalorado acerca de la teoría de la NASA de que Sodoma y Gomorra fueron destruidas por un bombardeo cósmico, y que solo la desintegración de un cometa en la atmósfera de la Tierra y la consiguiente lluvia de azufre ofrecen una base científica suficientemente sólida ante el hecho de que la mujer de Lot se convirtiera en estatua de sal, y la cosa se fue calentando hasta el punto de que casi tuvimos que separarlos cuando ambos mostraron su obstinada incompatibilidad de pareceres ante la insinuación de Flavio de que solo las investigaciones de Freud en la Viena de principios de siglo pueden ayudar a explicar el desgarramiento en la obra literaria de Proust ante la negación de aceptar su propia sexualidad.
Claudio, el que llevaba la camiseta azul y que, por cierto, tartamudeaba ligeramente, pidió tiempo muerto y propuso pedir unos helados para relajar un poco el ambiente, pero el camarero nos dijo que no quedaban helados, que se los habían comido todos los suecos de Elche, y César, el guapo, se ofreció a ir al quiosco del paseo a comprarlos y me preguntó si quería acompañarle.
A mí se me debió de poner cara de imbécil, no solo por la sorpresa ante la magnífica ocasión que acababa de presentárseme, sino porque en ese momento estaba chupando una raja de limón, pero César pareció no darle importancia y me dirigió una sonrisa tan increíble que a punto estuve de desmayarme, y menos mal que no lo hice, aunque de vuelta a Madrid me sentí un poco culpable por haber dejado a sus amigos sin poder disfrutar de sus Calippos.

miércoles, abril 20, 2011

Este es el diario de Niña Jonás (16)

Hoy me levanté temprano, y es que la vecina de arriba decidió también levantarse temprano y derribar su casa para construirse una nueva, o al menos eso es lo que parecía a juzgar por los golpes que me despertaron de un sueño que no acabo de recordar con definición. Sólo recuerdo que hacía un viaje a un país lejano y supongo que exótico deslizándome por una barandilla de madera. Creo que venían dos o tres amigos conmigo, pero tampoco recuerdo sus caras, solo sé que uno de ellos se llamaba Phoenix, y lo supe porque en algún momento del sueño vi que le enseñaba su pasaporte a un agente de aduanas encargado de la vigilancia entre barandillas fronterizas.
El caso es que no me quedó otra que levantarme, ya que los tapones para los oídos siempre me han parecido un invento en fase precaria de desarrollo y no sé taparme la cara con la almohada sin asfixiarme.
Decidí no ducharme todavía, aunque es lo primero que hago todas las mañanas, por si en algún momento paraban los golpes y podía meterme de nuevo en la cama.
Bostecé hasta la cocina, abrí el grifo y me llené un vaso de agua, pero al tercer sorbo noté que tenía un sabor extraño y olía como a metano. Bueno, en realidad no sé a qué huele el metano, de hecho es posible que ni siquiera huela a nada, pero si el metano tuviera que oler a algo seguro que olería como el agua que sale de mi grifo desde esta mañana.
Cogí un tetrabrick de zumo de manzana y me tomé dos vasos; también tenía unas nueces de macadamia y unos restos de huevas secas de mújol que me trajo mi amiga Helena de su viaje a la Toscana, y aunque son las mismas que venden en el Opencor yo se lo agradecí un montón. Lo malo es que este desayuno me provocó una sed terrible y no me quedaban más bricks de zumo de manzana. Intenté probar de nuevo con el agua pero seguía sabiendo a rayos, la leche de soja con las huevas de mújol se me antojó una combinación repugnante y no me quedaban más líquidos que rescatar de la nevera al descartar como posibilidad el aliño de las aceitunas; pensé incluso chupar cubitos de hielo aunque resultara patético, pero luego recordé que ayer por la noche utilicé los tres últimos para tomarme un Frangelico mientras disfrutaba del último capítulo de la tercera temporada de Dexter. Encima los golpes de la vecina amenazaban con echar abajo el techo, así que decidí salir a la calle para solucionar el tema.
Lo primero que hice fue pasarme por el Eroski y comprar una botella de litro y medio de agua mineral, y lo segundo ir al centro comercial para adquirir una jarra de esas mágicas que filtran el agua para quitarles el cloro, el plomo, la cal y demás impurezas. Es como tener tu propio manantial de agua pura en casa, o al menos eso es lo que ponía en la página web que había consultado hacía un rato mientras las huevas del desayuno deshidrataban mi organismo.
Había un pasillo entero dedicado a este tipo de jarras, de lo cual no me había percatado nunca. Esto me hizo sospechar que algún listo tendría que ver con la degeneración de la calidad del agua de las urbanizaciones colindantes con el Carrefour, pero a lo mejor soy demasiado propensa a las teorías conspiratorias y simplemente nunca había surgido la ocasión de pasar por la sección “jarras filtradoras”.
Las había de diferentes precios, colores y tamaños y mi primer impulso fue llevarme la más barata, que era de color blanco y costaba 16,95 euros, pero al cogerla del estante vi que detrás había una azul muy bonita, pero era de un modelo diferente y costaba 21,55 euros. No me quería gastar tanto, pero luego pensé que en realidad la diferencia entre una y otra es más o menos lo que me cuestan un par de cervezas en el Manhattan, o tres si me las tomo en el Mirador, o sea, que tampoco es para tanto; y ya me estaba autoconvenciendo para llevarme la azul cuando pensé que ya que me iba a gastar algo más de dinero no me costaba nada echar un vistazo al resto de jarras por si encontraba una que me gustara más.
Algunas venían con cajas de distintos tamaños adosadas a la caja principal, y en su interior contenían diversos regalos que consistían en cartuchos de reserva, coladores u otros utensilios de cocina, libros de recetas o números de lotería.
Nunca hubiera imaginado que sería tan complicado comprar una jarra de plástico.
Estuve durante un tiempo aproximado de veintidós minutos leyendo la información de las cajas e intentando encontrar algo que me ayudara a decidirme, pero en todas ponía lo mismo sobre minerales, oligoelementos y sobre su diseño joven y moderno, así que comencé a sacar las jarras de sus envoltorios para compararlas, porque no se puede uno fiar nunca de la foto de la caja; menos mal que lo hice porque estuve a punto de decidirme por la verde césped, pero al sacarla era más bien verde musgo y me pareció un poco tristona, en cambio la azul índigo y la rosa chicle eran más resultonas al natural que en la foto.
Me di cuenta de que estaba perdiendo mucho tiempo en sacar una jarra, mirarla bien, volver a meterla en la caja, sacar otra y volverla a meter y fiarme de mi recuerdo de las anteriores para comparar... así era imposible, necesitaba tener una al lado de la otra para estar segura de acertar, así que decidí hacerme un hueco vaciando parcialmente la estantería de exprimidores manuales de limones y recolocándolos en la de boles de acero inoxidable.
Detuve la operación cuando calculé que en el estante me cabrían unos siete u ocho modelos diferentes de jarras.
Coloqué la verde musgo junto a la azul celeste, la índigo entre la rosa chicle y la naranja clemenule, a la derecha de estas, la blanca, aunque casi la había desechado por ser la más sosa pero no hay que olvidar que era también la más barata y venía con un libro de recetas de ensaladas; había una gris marengo que no me entusiasmaba en absoluto pero traía de regalo una toalla de playa, que siempre viene bien tener varias de repuesto para cuando vienen mis amigos a la piscina de mi urbanización, que es la mejor de toda la sierra porque tiene muchos árboles y césped, no como la de Fernando, en la que el suelo es de cemento y a partir de las cuatro de la tarde hay que estar moviendo todo el rato las toallas porque enseguida da la sombra y al cabo de un rato acaba todo el mundo apelotonado en unos pocos metros cuadrados y al final tienes que estar sentado o incluso de pie, y así no se disfruta.
Estaba sacando de su caja una verde aqua preciosa que en un principio había descartado porque su precio ascendía ya a 25,75 euros (claro que traía un indicador de cambio de filtro más sofisticado y recambios suficientes para obtener hasta 600 litros de agua filtrada) cuando escuché una voz detrás de mí que me preguntaba si necesitaba asesoramiento, aunque a juzgar por el tono parecía que más que asesorarme su intención era darme un par de hostias.
Le comenté al Sr. Alberto (supe que se llamaba así por su placa de identificación) que me estaba costando un poco decidirme y me contestó que ya lo había intuido y me preguntó de nuevo si me podía ayudar. Yo iba a contestarle que no, porque dudo mucho que el Sr. Alberto pueda saber mejor que yo qué colores del espectro combinan mejor con mi cocina, pero por no ser descortés le pregunté cuál de las jarras era más efectiva y él me dijo que todas filtraban igual. Entonces le pregunté si era posible llevarme la verde aqua pero cambiando dos de los cuatro cartuchos de regalo por la toalla de Bob Esponja y me dijo que no, era super borde el Sr. Alberto, y además no le pegaba nada llamarse Sr. Alberto porque no debía de tener más de veintitrés años y se veía que acababa de quitarse las rastas. Yo ya no sabía qué preguntarle, lo único que quería es que me dejara a solas para tomar mis decisiones, pero él no parecía querer darme tregua, todo lo contrario, creo que intentaba intimidarme atravesándome con sus ojos, que se veían cada vez más cabreados e impacientes, aunque eran de un color miel muy bonito, todo hay que decirlo, y por suerte nos interrumpió un señor muy sonriente y muy bajito que tenía dudas sobre los precios de los boles de acero, que creía que estaban mal puestos porque el mediano era más caro que el grande, aunque no sabía si era porque tenía los bordes redondeados; así que yo aproveché para volver a mi arco iris de jarras para intentar decidirme rápidamente, no sin antes colocar al lado de la gris una jarra color lila que acababa de descubrir; al principio pensé colocarla con su caja y todo, para no mosquear de más al Sr. Alberto, pero me di cuenta de que iba a estar un buen rato entretenido con el señor de los boles, que era tan pesado como bajito y quería averiguar si el exprimidor de limones que había dentro de los boles venía de regalo.
Yo empezaba a sentir un dolor intenso en la sien derecha y el corazón cada vez más acelerado porque veía que el tiempo se me acababa, que el señor bajito le estaba dando las gracias y despidiéndose del Sr. Alberto y yo estaba cada vez mas indecisa porque lo eché tres veces a suertes y las tres me salió la azul celeste y yo no quería un colador, que ya tengo dos en casa y además no bebo leche.
Sabía que había llegado el momento cuando pude percibir los bonitos ojos color miel clavándose en mi nuca; entonces alargué el brazo hasta la caja que contenía una jarra color índigo, me di la vuelta y le dije: “me llevo esta”, y me fui.
De camino a la caja comencé a arrepentirme, porque el color era bonito, de eso no hay duda, pero las recetas de Arguiñano las puedo conseguir fácilmente por internet, y entonces me agarraron del brazo y estaba tan obnubilada que tardé un par de segundos en reconocer a mi amigo Fernando. “Coño, pareces un fantasma”, me dijo. “¿Qué es, una jarra Brita?, no te la compres, tía, que yo te regalo la mía, que ya no la uso” “Guay”, le dije, “¿de qué color es?”. “Blanca”, “¡Ah!, qué chula”.
Intenté devolver la jarra a la estantería, pero el Sr. Alberto seguía allí, metiendo las jarras en sus bolsas de plástico semi-transparente antes de introducirlas en sus cajas correspondientes, maldiciendo y bufando (creo sinceramente que debería buscarse otro trabajo) así que decidí dejar la caja en el suelo, al final del pasillo, no fuera a ser que me viera y me mordiera una oreja o algo.
Fui a buscar la jarra a casa de Fernando y de camino me contó que había instalado un sistema de ósmosis inversa para depurar el agua, que era bastante más efectivo que las jarras porque elimina más metales y mucho más cómodo porque puedes beber directamente del grifo. Desde luego, Fernando tendrá una piscina de mierda, pero de agua sabe un montón y además es super-majo, lástima que esté tan encoñado con su novia.
Llegué a mi casa muerta de sed y deseando probar la jarra, pero habían cortado el agua; por lo visto había habido no sé qué avería y por eso el agua sabía tan mal, pero por la tarde ya estaría arreglado. Pensé en ir a tomarme unas cervezas al Pulgarcito, que es aún más barato que el Mirador, pero estaba tan cansada que casi sin darme cuenta me quedé dormida en el sofá del salón, hasta que volvieron a sonar los golpes y esta vez sí que el techo se vino abajo, pero en vez de cascotes me cayó encima un torrente de agua, como en Flashdance, de hecho estuve a punto de ponerme a bailar contorsionándome por todo el salón, pero me contuve porque mi salón es muy pequeño y habría acabado rompiendo las figuritas de Sargadelos o dándome un golpe en la espinilla con la mesita baja; además, en vez de What a Feeling sonaba La puerta de Alcalá y eso no resultaba muy inspirador. Entonces pensé en denunciar a mi vecina hasta que vi que el que me arrojaba agua desde el piso de arriba era Fernando con una manguera antidisturbios, y después se deslizó por una barra como las de los parques de bomberos que apareció como por arte de magia en mitad de mi salón y me ofreció unos canapés de roquefort y anchoas que llevaba en una bandeja de aluminio, pero yo decliné la invitación porque comer cosas saladas me hace soñar cosas muy raras.