miércoles, marzo 29, 2006

Este es el diario de Niña Jonás (9)

Esta mañana me he levantado muy excitada, estaba tan nerviosa que no he podido desayunar más que dos dátiles y un vasito de zumo de naranja. Y es que ayer por la noche recibí una llamada de teléfono y me soltaron, así, de repente, ¿te apetecería hacer un viaje en avión a Bucarest, en business class, con estancia de una semana en hoteles de cuatro estrellas y con todos los gastos pagados?
Odio que me interrumpan mientras ceno, (sobre todo si estoy degustando una tostada de queso derretido con cominos), para ofrecerme alguna chorrada espectacular; como aquella vez en la que me citaron en un piso en el barrio de Salamanca tras prometerme, sin ningún compromiso, un bono de 20 noches gratis en hoteles de la península. Recuerdo que nada más entrar al lugar, que estaba lleno de humo y de gente sumida en conversaciones, me asignaron una señorita y me acercaron una bandeja a la nariz para que eligiera entre una cerveza sin espuma o un refresco sin gas. Les dije que llevaba una botella de agua en la mochila, muchas gracias, y señalándome una silla me arrinconaron, muy amablemente, entre una mesa y la pared. La señorita se sentó al otro lado de la mesa diminuta y me comunicó que íbamos a charlar un poco, como amigas, y me preguntó que cómo serían mis vacaciones ideales.
Como estábamos en el mes de febrero, y yo llevaba unas cuantas semanas de abstinencia, pensé que lo ideal sería pasarme un mes entero en algún sitio que hiciera muchísimo calor y follando sin parar, pero supuse, fundamentalmente tras observar el atuendo y el maquillaje de mi interlocutora, que esta respuesta podría quizá enturbiar nuestra amistad incipiente; así que, ante la necesidad de una respuesta inmediata y haciendo uso de una figura retórica de la que no recuerdo el nombre, le dije que me gustaban mucho los pueblecitos costeros. Se me quedó mirando fijamente unos instantes, supongo que pensando que yo era idiota, pero enseguida reaccionó con una profesionalidad y una sonrisa que reconozco me dio un poquito de miedo; y diciendo que mi respuesta le parecía super-original y que mis ilusiones encajaban perfectamente con el producto que ellos me podían ofrecer, me sacó, como en un truco de ilusionismo, una especie de tomo de enciclopedia con un montón de fotos de complejos hoteleros, “la mayoría de ellos ubicados en zonas costeras”, me aclaró arqueando alarmantemente las cejas; ella pasaba despacio las páginas para que yo pudiera apreciar todos los detalles de la exquisita decoración de las habitaciones y de los exteriores, que consistían básicamente en césped con hamacas y palmeras, mientras me informaba que además se me ofrecía la posibilidad de realizar un montón de actividades náuticas, ya que me entusiasmaba el mar, pero también terrestres, como golf, hípica o tiro con arco. Me dijo que si no me parecía maravilloso y yo asentí y le dije que si por favor podía hacer uso de los lavabos ya que me estaba meando. Ella me señaló con desilusión el pasillo, (supongo que yo no era la primera persona que utilizaba este truco) y me fui sin mi bono y dispuesta a no volver a verme involucrada en asuntos semejantes.
Mi intención, pues, ante la llamada, era colgar tras proferir algunos insultos ocurrentes, pero mis intentos de ser descortés con el caballero situado al otro lado de la línea fueron, por suerte, infructuosos, debido a un grano de comino que fue a posarse en una zona de mi garganta, concretamente en la campanilla; y digo por suerte ya que, al recuperar la facultad de respirar tras expulsar el comino mediante toses y eructos, pude reconocer que el que estaba al teléfono preguntando con enorme preocupación si me encontraba bien o si ya me había muerto, era mi amigo Fer, un tipo con el que trabajé una temporada promocionando aceitunas y salchichitas en un hipermercado de la zona sur de Madrid, creo que en Entrevías.
Después de aquello seguimos manteniendo el contacto, y cuando nos vemos, Fer se pasa toda la velada haciendo imitaciones (le encanta imitar a Juan Echanove, aunque no sé por qué misteriosa razón, siempre que lo hace me parece que está imitando a Mickey Rooney), y recordando nuestras aventuras laborales, por ejemplo cuando se metía las salchichitas en los agujeros de la nariz antes de ofrecérselas a los clientes; siempre se descojona recordándolo.
El caso es que había ganado un viaje para dos personas tras enviar un cupón de sorteo que venía en la QDQ, y había pensado en mí para hacer el viaje.
Yo flipé porque, casualmente, hacía un par de días que acababa de leerme Drácula, y me moría por cruzar los Cárpatos y visitar sus maravillosos castillos.
Teníamos un plazo de diez meses para elegir la fecha del viaje, y después de deliberar unos cinco minutos decidimos salir el lunes, para qué esperar.
Aún estuvimos hablando un buen rato, y al final se despidió con un “buenash nochesh, sheñorita”, imitando la voz de Ulla, nuestro antiguo jefe, o al menos eso creo.
Pensando en el viaje me resultaba imposible dormir, así que encendí la tele de la habitación. Estaban anunciando, en la tele-tienda, un producto, El Podógrafo Programm, que servía para ver qué tal pisas; por ejemplo, si apoyas más un talón que el otro, si utilizas la parte interior o exterior de los pies, o si caminas sólo con los dedos gordos, o algo así. Todo eso salía fotocopiado en tres colores a través de lo que parecía ser una mini-impresora, que va conectada a través de unos cables morados a unos terminales que te colocas en los pies y que se asemejan bastante a unos calcetines de lana. No recuerdo el precio, sólo que si hacías el pedido en ese momento te regalaban también un banquito de mimbre y unas plantillas. Bajé el volumen.
Estaba consiguiendo conciliar el sueño cuando me sobresaltó un ruido proveniente de mi ventana. Al prestar atención pude comprobar que eran unos golpes sordos y constantes, como si algún gracioso estuviera lanzando pelotas de gomaespuma contra el cristal, así que me levanté y me asomé, pero no vi nada ni a nadie (al menos que pareciera gracioso).
Me volví a acostar y me eché por encima el edredón, ya que la habitación se había quedado helada al abrir la ventana, lo cual no dejó de parecerme extraño ya que durante el día no había hecho nada de frío. Desde la pantalla, una señorita me miraba sonriente mientras un aparato hacía abdominales con ella encima. Al minuto oí unos ruiditos rápidos y amortiguados en el salón y me levanté para ver de qué se trataba; enseguida descubrí que era la gata, lo cual debería de haberme tranquilizado si no fuera porque estaba boca abajo y caminando por el techo.
Estaba dudando entre ir a buscar una escalera o desmayarme cuando llamaron a la puerta; este hecho me alarmó bastante, teniendo en cuenta lo avanzado de la noche (eran las 3:17 de la madrugada) y el susto que ya tenía metido en el cuerpo.
Antes de dirigirme a la puerta miré de nuevo al techo pero la gata había desaparecido.
Me asomé a la mirilla y vi a un hombre alto, flaco, terriblemente pálido, con la nariz ganchuda y todo vestido de negro; supuse que era un cura enfermo, pero al preguntarle qué deseaba me dijo que era el Conde Drácula, que le abriera por favor la puerta o la ventana, ya que conocía mi intención de visitar su castillo en Transilvania, y que necesitaba algo de mi persona.
Tras el shock, yo le dije, poniendo una voz que se asemejaba bastante a la de Mercedes Milá, que se había confundido, que la chica del concurso vivía en el 2°C y que adiós muy buenas noches, pero él me dijo que sabía perfectamente que era yo, ya que era un espíritu antiguo y muy sabio, que no me preocupara de nada porque ya había cenado, y que me había salido fatal la imitación de Pepón Nieto.
Mientras él decía todo aquello, yo recordé que, según el libro, los vampiros no podían acceder a un lugar privado, como era por ejemplo mi casa, si no se les invitaba primero a pasar (vaya usted a saber por qué). Después podían entrar siempre que les diera la gana, echando abajo puertas, rompiendo cristales, o de cualquier otra manera y sin pedir permiso, pero la 1ª vez TENÍAN QUE SER INVITADOS, cosa que yo, por supuesto, no pensaba hacer. Así que me quedé un poco más aliviada y le dejé ahí fuera, aporreando la puerta.
Aún así, por las dudas, me dirigí a la cocina y cogí un diente de ajo pelado que quedaba en la nevera, una bolsa de tostadas de pan de ajo y un poco de guacamole que me había sobrado de la cena. Después me hice un crucifijo con dos lápices del IKEA y un poco de cinta aislante, lo deposité todo en la mesilla de la habitación y me acosté.
Me dormí enseguida, pero tuve unas pesadillas terribles. Yo subía a un autobús con una carpeta llena de fotos, creo que de Tom Cruise, y en la primera parada se subía Fer y se sentaba a mi lado, pero no parecía conocerme porque ni me saludó, y de pronto empezó, como un loco, a imitar a un montón de personajes, uno tras otro, y yo tenía que reconocerlos, y cada vez que me equivocaba, que era constantemente, alguien me lanzaba un murciélago de gomaespuma a la cara; yo estaba cada vez más desesperada e iba diciendo nombres, cada vez más deprisa y totalmente al azar, ¡Carmen Maura!, ¡Jesús Hermida! (y Fer se reía cada vez más fuerte) ¡Ringo Starr!,¡ Alfred Hitchcock!,¡el Neng!, pero nada, no daba ni una, y al mirarle a la cara vi que tenía unos colmillos larguísimos y un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios, y de pronto Fer se esfumó, y cesó la lluvia de murciélagos, y alguien dijo, “Fin del trayecto”, y entonces pude ver a Mercedes Milá observándome desde el techo y fumándose, como en éxtasis, una salchichita.