miércoles, diciembre 27, 2006

Este es el diario de Niña Jonás (11)

Esta mañana estaba desayunando unas galletas con fibra activa de soja, un vaso de leche de soja y unos donuts, cuando a las 11:11 sonó la alarma del móvil. Era un mensaje que me recordaba dos cosas:
-1: que hoy tenía que ir al teatro a las 20:00 hs.
-y 2: que tengo que bajar el volumen de la alarma, ya que debido al susto, y por un movimiento involuntario de la mano, salió volando por los aires un trozo de donut empapado en leche de soja y se quedó pegado en el calendario de Marilyn Manson del 2003 que aún conservo colgado en el salón; ahora en la hoja del mes de diciembre podemos observar una foto de Manson vomitando sobre el micrófono.
Resulta que hace un par de semanas, me tocó en un sorteo de la radio una entrada doble para el estreno de una obra de teatro. Para participar en el concurso había que mandar un e-mail contestando a una pregunta, y para ello había que averiguar el auténtico nombre del autor del texto y a la vez director del espectáculo, ya que Filipo Córdoba, que era como firmaba su obra, era un seudónimo.
La verdad es que a mí ese nombre no me sonaba de nada, y ni siquiera estaba prestando demasiada atención a la entrevista que le estaban haciendo, pero aun así me metí rápidamente en internet para hacer las averiguaciones pertinentes y ahí apareció Filipo Córdoba; en realidad se llamaba Darío Gnuman, era natural de Tacoronte (Tenerife), y tenía bigote.
No recordaba si también había que averiguar por qué se había puesto ese mote, pero como de todos modos no lo aclaraban en ningún sitio, les envié el correo sin dejar de exponerles mis dudas al respecto: “El auténtico nombre de Filipo Córdoba es Darío Gnuman; no sé si tenía que poner también la explicación sobre el cambio de nombre pero es que no la he encontrado. Muchas gracias y un beso”
Aproveché que tenía el correo abierto para mirar los nuevos mensajes; tenía tres alertas de Google sobre Jodorowsky y un spam de Carrefour, y mientras leía acerca de las ventajas de comprar lechugas on-line, llegó un nuevo mensaje, y era de Radio 3.
Lo abrí y me decían que había ganado la entrada, que la recogiera en la taquilla del teatro media hora antes de comenzar la función, que no me preocupara, que de existir una explicación sobre el cambio de nombre probablemente sería aún más absurda que el seudónimo mismo, y que yo les había resultado absolutamente encantadora.
No tengo ni idea de cómo pudieron llegar a esa conclusión, por más que releí mi mensaje, pero aun así me sentí halagada y contenta de que por fin me haya tocado algo, por primera vez en mi vida, si exceptuamos el álbum de cromos de Orzowei que rifó la señorita Blanca unas Navidades, cuando yo todavía estaba en E.G.B., pero casi no cuenta porque hice trampas.
Ahora tenía que encontrar a alguien que quisiera venir al teatro conmigo, y como tenía que quedar algún día de estos con Sergio y darle unas fotos mías de bebé para su página web, aproveché y le llamé. Lo dejé sonar como diez veces, y cuando estaba a punto de colgar lo cogió con un “¿Sí, quién es?” como muy precipitado y le dije -¡Ay, lo siento!, te pillé follando.
-No, qué va, nena, estaba en la ducha.
-Ah, menos mal-, le dije.
-¿Menos mal por qué, nena? Yo hubiera preferido estar follando.
-Tengo entradas para el teatro, ¿te vienes?
-Claro, nena, ¿qué echan? -Reconozco que lo de “nena” me estaba descolocando un tanto, aunque casi lo prefería a lo de “pingüinita” del mes pasado.
Le comenté que tenía un montón de fotos mías de bebé, y que como no procedía llevarme una maleta el teatro, quería que me orientara un poco sobre sus preferencias; si necesitaba un retrato de cuerpo entero o sólo de la cara; yo sola, con otros bebés o en un marco familiar, blanco y negro o color, vestida o desnudita…
Me dijo que ya no hacía falta, que había estado reconsiderando el concepto de su página y que había decidido sustituir las imágenes de bebés por fotos de botellas vacías de Sprite. –Ah-, le dije, a lo cual siguieron unos segundos de silencio reflexivo que él interrumpió comentando que su charla conmigo le había sugerido nuevas ideas, y que si tenía fotos mías desnudita, pero de los dieciséis parriba, que se las podía llevar. Yo le dije que hoy me iba a resultar un tanto complicado, ya que esas las guardan mis padres en el álbum de fotos familiar, junto a las de la mili de mi hermano.
Quedamos a las 19:30 en la puerta del teatro. Yo llegué a las 19:27 y me puse a la cola. Delante de mí había dos chicas, una con el pelo muy muy corto y muy rubio y la otra con el pelo muy muy largo y muy rojo, las dos muy monas, con la piel reluciente y un poco gorditas; parecían un anuncio de Dove. Por lo visto también habían ganado las entradas en la radio, pero la del pelo largo, que es la que había participado en el sorteo, se había olvidado el DNI en casa, y la de la taquilla no le quería dar las entradas e insistía en que era imprescindible presentar el DNI, y la otra se empeñaba en presentarle el Abono Transportes y la de la taquilla repetía, como un mantra, lo de “imprescindible el DNI”, y la del pelo corto le dijo que si era gilipollas o qué, que en el Abono Transportes venía el nombre y número de DNI, y la taquillera se indignó y dijo que a ella no la insultaba ni Dios Padre, y llamó al de seguridad, que era bajito y menudo, a pesar de lo cual el traje le quedaba sorprendentemente pequeño, y gesticulaba mucho pero no se oía nada de lo que decía entre tanto griterío, y se fue y al ratito volvió con un señor con muy buena planta, que se parecía al actor joven de El cuchillo en el agua, aunque algunos años mayor, y que debía de ser el director de la sala, y entonces miró el Abono Transportes de la chica, le dio él personalmente sus entradas, y se marchó seguido del de seguridad, al que se le veía muy satisfecho por haber resuelto tan bien la situación.
La que parecía mostrarse menos satisfecha con todo este asunto era la taquillera, a juzgar por el aspecto de su mandíbula, que se mostraba tensa y apretada, la mirada de odio que les dedicó por igual al responsable de la sala y a las chicas Dove, y por el color rojo-ira que presentaba su rostro en el momento de atenderme; estuve a punto de decirle que no tenía el DNI, que si me valía el carné de la biblioteca, pero como pude observar que sobre su mesa reposaba un pisapapeles de bronce en forma de rana de la suerte, y temía que en un no entender la guasa decidiera lanzármelo a la cabeza, me abstuve de introducirme en tan ingeniosa chanza.
Sergio se retrasaba y yo salí a la puerta del teatro por si me llamaba, ya que dentro no había cobertura; me apoyé en una pared y me puse a leer el programa de la obra, que se titulaba: “¿Qué hubiera sido de mis amigos muertos?”. En ese momento apareció Filipo Córdoba visiblemente nervioso, hablando solo y con un acento extraño, como el que supongo que tendría un canario que se haya criado en Miami o viceversa. Lo reconocí aunque ya no llevaba bigote, sino una perillita rubia y unas patillas rubias y muy finas, como de hilo de nailon. Sacó un paquetito de cigarritos puros de la chaqueta y se encendió uno dándole tres caladas muy rápidas, mientras repetía que era la última vez que estrenaba en este puto país. –¡De vergüenza ajena! –dijo con indignación- tres horas para colgar las putas cortinas, y encima las han dejado asquerosamente arrugadas y ahora parecen unas cortinas de mariquita.- Le dio otras tres caladas nerviosas a su purito, y yo no sabía si tenía que contestarle, o poner cara de sorpresa o algo, pero él prosiguió comentando algo acerca de unos montones de pan rallado, y que si él había pedido 3 sacos de 50 kilos era porque necesitaba 3 sacos de 50 kilos, y que, a menos que él fuera estúpido, le parecía que no eran lo mismo 3 sacos de 50 kilos que 4 sacos de 30, y yo ahí tuve que darle la razón a Filipo, porque es verdad que no era lo mismo, y a punto estuve de decírselo pero me contuve, porque al girarse un poco vi que tenía un pinganillo colgado de la oreja izquierda, lo cual me hizo suponer que ya habría alguien dándole la razón en algún otro lugar. Entonces me vibró el bolso, y era un mensaje de Sergio que decía: “Moto rota. Bus no llega. Vemos salida. Siento nena. Srg.”
“Ok”, le contesté, y me guardé el móvil.
Filipo había dejado de hablar; ya sólo fumaba y me miraba las orejas, muy fijamente. Yo ya empezaba a temer que en un arrebato se me lanzara y me las arrancara de un mordisco, como los boxeadores, y como vi que ya estaba entrando la gente en la sala, le dije, -¡Uy, abren!-, y me metí corriendo.
Yo tenía la butaca 6 en la fila 7, y a mi derecha estaba sentado un chico con una camiseta de la selección de fútbol italiana, pero en vez de los pantalones reglamentarios llevaba unos vaqueros Meltin’ Pot con un cinturón de dibujos del Inspector Clouseau y una muñequera negra chulísima de cuero con una calavera de plata incrustada. Tenía puestas unas gafitas con montura de metal azul de Prada, y detrás unos ojos azul-verdosos que casi daban miedo de lo bonitos que eran. El pelo era muy parecido al que lleva el cantante de Ok Go, y yo ya casi me empezaba a alegrar de que Sergio no hubiera venido; pero a pesar del examen exhaustivo y casi me atrevería a decir descarado al que le estaba sometiendo, el tío no me miró ni una sola vez, ni siquiera un poquito, ni de reojo, nada de nada; sus ojos sólo iban del escenario al techo y del techo al escenario. La butaca de su derecha estaba vacía, lo que me hizo suponer que esperaba a alguien, o, lo que es mejor, que estaba solo.
Las luces se apagaron y el chaval, al que bauticé rápidamente como Damian, se quitó las gafas y se las guardó en un bolsito de tela amarilla con un dibujo de la pantera rosa, pero que en vez de ser rosa era negra; y me sorprendió mucho, no tanto el color de la pantera como el hecho de que se quitara las gafas, cuando lo que hace la gente normalmente al comenzar un espectáculo, es ponérselas.
Se abrió el telón y allí estaban las cortinas arrugadas de Filipo; es verdad que las arrugas le hacían un flaco favor a lo que era la estética del espectáculo, pero no conseguí entender qué habría querido decir con lo de “cortinas de mariquita”. Sonaron tres disparos y salieron corriendo a toda velocidad, y desde diferentes puntos del escenario, tres chicos y tres chicas vestidos con gabardina y con botas de pescador, se abalanzaron los unos contra los otros y cayeron inertes al suelo. Después sonó una especie de réquiem que poco a poco se fue transformando en una canción como hip-hopera, y uno de los chicos se levantó del suelo y empezó a rimar mientras los demás comenzaban a elevarse en el aire, y yo al principio flipé porque estaba iluminado de tal manera que casi no se veían los arneses. El espectáculo consistía más o menos en eso, cinco flotaban y uno soltaba un speech, por turnos. Después le tocó a otro de los chicos hablar, y en un determinado momento, mientras decía algo así como “las cenizas de mis padres, de mis hermanos, de mis amigos muertos”, cayó una lluvia de lo que podía parecer arena pero que yo sabía que era pan rallado, y se fue acumulando en montones repartidos por todo el escenario. Yo creo que era bastante pan rallado, de hecho, llegué a pensar que si luego veía a Filipo se lo diría, para que se quedara tranquilo, claro que en ese momento no me acordaba de lo de las orejas; y en eso estaba cuando de repente, oigo a mi lado unos suspiros ahogados, y veo a Damian muy recostado en su asiento, con el bolsito amarillo en su regazo, la mano izquierda apoyada en el reposabrazos, y la derecha debajo del susodicho bolsito, y más concretamente y sin lugar a dudas, sobre su polla.
Lo flipé casi más que con lo de los arneses, y no entendía qué es lo que me estaba perdiendo yo del espectáculo, al cual, por otra parte, me costaba un gran esfuerzo prestar atención, a medida que la pantera de Damian comenzaba a agitarse entre sacudidas de ímpetu creciente, su mano izquierda se aferraba crispada al reposabrazos de mi derecha, y los suspiros se transformaban en gemidos.
Decidí pasarme al asiento vacío de mi izquierda para dejarle un poco de intimidad, y también, he de reconocer, porque temía las posibles salpicaduras sobre mi vestido nuevo en el momento culminante. Pero cuando procedía a levantarme, Damian me agarró del brazo con fuerza, y en un susurro desesperado me dijo, -Nnno, por favoor, no te vayass, oooh- y se corrió.
Y ahí me quedé, paralizada en mi butaca con la mano de un desconocido recién eyaculado y todavía jadeante agarrada a mi antebrazo, mientras cinco personajes flotaban por el techo de la antigua Olimpia al compás de Juicebox de The Strokes, en una reflexión sobre la guerra, la soledad y las videoconsolas.
En el escenario, las cortinas de mariquita de Filipo parecían cada vez más arrugadas, y yo sentía la mirada penetrante de Damian atravesándome el cuello, hasta que no pude más y me giré y me encontré con sus ojos ardientes y brillantes devorando los míos con una expresión extraña que mezclaba el triunfo y el agradecimiento. Después sacó de su bolsito las gafas de montura azul, que milagrosamente permanecían intactas, se las puso y se marchó.
Menudo… cabrón, -pensé, sin comprender muy bien qué era lo que me irritaba tanto, -qué hijo de puta integral-, proseguí cada vez más mosqueada, -¿y yo qué, capullo? ¿qué pasa conmigo, subnormal de mierda?-, y así un rato largo, puede que cinco, o veinticinco minutos, o lo que tardara en acabar el espectáculo.
Al salir de la sala comencé a recorrer el vestíbulo con la mirada, no sé si temiendo o deseando encontrarme con Damian, pero sólo vi a Sergio agitando su teléfono móvil para captar mi atención, y con una camiseta de la selección de fútbol de Francia.
–Siempre acabo quedándome con los perdedores-, dije casi sin pensar.
-¿Qué dices, chiqui?- (¡¿Chiqui?!) –Nada, nada-, le dije.
–Estás como absorta, ¿qué te pasa, te ha impactado el espectáculo?
–Sí, más o menos. ¿Nos vamos?
-Vale, chiqui. Uy, te has manchado
-Sólo es ADN-, le respondí, y fuimos a emborracharnos con el recuerdo efímero de Damian sobre mi vestido de verano.

sábado, abril 29, 2006

Este es el diario de Niña Jonás (10)

Esta mañana me desperté muy temprano. Todavía era de noche cuando me levanté, pero es que no tenía nada de sueño.
Encendí la radio y una mujer con voz de estar constipada nos advirtió a los radioyentes que era mejor que no saliéramos a la calle a no ser que fuera estrictamente necesario, ya que vientos fuertes, fríos y racheados amenazaban con provocar gran cantidad de accidentes que enumeró con precisión.
Me vestí y salí a la calle. Había viento, no recuerdo si racheado, lo que no se me olvida es que era frío de cojones.
Me metí a desayunar en El Rápido y me pedí un té con un poquito de leche y unos sobaos, ya que tenían buena pinta y en el envoltorio ponía ¡con auténtica mantequilla!
Desde una enorme pantalla de plasma sin volumen, una reportera con bufanda y gorro de lana daba una noticia a pesar de que, según pude percibir, estaban a punto de volársele las orejas.
Dos obreros con un mono blanco se daban el lote en una esquina del bar; sus porras permanecían intactas encima de la mesa; me pareció que sonaba una versión instrumental de I will survive desde algún lugar situado entre la tortilla y los chopitos.
Una mujer con un perrito amarronado comenzó a darse el lote con el tipo de la barra. El perrito parecía inquieto; supuse que el jerseicito rojo le apretaba o quizás le estaba provocando pequeñas descargas eléctricas ya que parecía 100% acrílico.
Metí un trozo de sobao en el té con leche y le di un bocado. Estaba asqueroso.
El tío de la barra seguía ocupado con la mujer del perrito, que por cierto, se parecía mogollón a Antony el de Antony and the Johnsons, así que aproveché para irme sin pagar ya que en el mismo momento en que el sobao empezaba a deshacerse misteriosamente dentro de la taza, me di cuenta de que no me había traído el monedero.
Estaba comenzando a amanecer y el viento parecía estar cobrando fuerza. Aproveché que un joven con una carpeta verde y un jersey también verde salía de un portal para colarme en él y refugiarme hasta que se calmara un poco lo que ya empezaba a parecer un huracán. Además me dolía mogollón el oído izquierdo.
Yo miraba a través del cristal cuando un montón de hojas manuscritas comenzaron a desfilar en grácil vuelo delante del portal. Detrás iba el joven de jersey verde intentando atraparlas y profiriendo lo que parecían ser insultos, ya que, aunque no podía oírle a causa del doble acristalamiento, sí fui capaz de leer en sus labios, ya que en eso soy experta y a pesar del movimiento, las palabras “jodercagoenlahostia”…”puta”…”nto de mierda”.
El chaval mostraba una gran agilidad en sus movimientos, probablemente como consecuencia de realizar algún deporte tipo volley-ball o pilates.
De pronto alguien salió del ascensor que se encontraba a mis espaldas. Era una señora bajita con un abrigo marrón de piel de marta o similar que me preguntó con voz amortiguada, ya que la prenda le ocultaba el rostro hasta el labio superior, qué hacía yo allí. Le dije que mirar mientras me invadía la extraña sensación de estar hablando con una mandarina de peluche. La mandarina se me quedó mirando unos segundos, pensé que me iba a atacar, pero en vez de eso refunfuñó algo ininteligible y salió rodando del portal.
Antes de que se cerrara la puerta volvió a entrar el chico del jersey verde con un montón de hojas descolocadas y arrugadas asomando por su carpeta. No se dio cuenta de que yo estaba allí hasta que encendió la luz, y sospecho que se dio un susto de muerte a juzgar por la retahíla de palabras malsonantes que salieron de su boca y que esta vez sí pude oír con total claridad tras la emisión angustiada de un aullido guturo-sobrenatural, y por la manera en que lanzó por los aires su carpeta desparramándose de nuevo las hojas, aunque la situación era menos grave que en la calle debido a que en el portal no había viento. Le pedí disculpas haciéndole ver que asustarle estaba lejos de mis intenciones como mujer madura que era; aún no sé por qué se me ocurrió semejante estupidez, pero creo que no se percató de mi ocurrencia; supongo que estaba demasiado ocupado intentando recuperar el aliento y tragar un poco de saliva porque sólo acertó a decir algo que no entendí, con un hilillo de voz.
Me dispuse a ayudarle a recoger las hojas, no sólo porque me pareció descortés dejarle solo en medio de semejante caos, sino porque no podía evitar imaginármelo desnudo en la ducha, quizá porque olía estupendamente a Lactovit. Enseguida me di cuenta de que tenía un ojo verde y otro marrón, y esto le hacía parecerse increíblemente a Bogüi, el perro de mi vecina, que además de tener un ojo de cada color es también pelirrojo e igual de asustadizo. Yo, a veces, cuando me los encuentro esperando el ascensor, le ladro, y él se mete lloriqueando entre las piernas de mi vecina; pero ella no se enfada, al contrario, siempre se descojona la muy capulla, no así Bogüi, que cada vez que me ve me gruñe.
De reojillo y sin que Bogüi II se diera cuenta, pues no quería parecer indiscreta, le eché una ojeada a los escritos; por el formato pude deducir que eran poemas, pero fui incapaz de entender una sola palabra; al principio lo achaqué a que estaban escritos a mano y con una letra horrible, pero enseguida pude comprobar, al prestar más atención y aprovechando el tiempo que tardó en levantarse insultando del suelo tras resbalarse con una de sus hojas, que lo que yo creía que era una letra ininteligible no era tal, sino algo así como
Waar komen we vandaan
En waar gaan weheen weer
En zo gaan we door voelbaar
Loopa loopa kopna kopna…; es decir, holandés o similar.
Yo seguía leyendo inútilmente y pensando que para ser holandés insultaba en español de maravilla, pero enseguida salí de mi ensimismamiento ya que Bogüi-II no dejaba de quejarse, supongo que era porque tenía el codo del revés. Intenté ayudarle, pero al tocarle me gruñó y me sentí un poco amenazada por su ojo verde, así que salí del portal y me interné con aire orgulloso en el frío viento de la mañana mientras pensaba que, realmente, había sido una pena no haberle podido dar la oportunidad de meterse temblando entre mis piernas.

miércoles, marzo 29, 2006

Este es el diario de Niña Jonás (9)

Esta mañana me he levantado muy excitada, estaba tan nerviosa que no he podido desayunar más que dos dátiles y un vasito de zumo de naranja. Y es que ayer por la noche recibí una llamada de teléfono y me soltaron, así, de repente, ¿te apetecería hacer un viaje en avión a Bucarest, en business class, con estancia de una semana en hoteles de cuatro estrellas y con todos los gastos pagados?
Odio que me interrumpan mientras ceno, (sobre todo si estoy degustando una tostada de queso derretido con cominos), para ofrecerme alguna chorrada espectacular; como aquella vez en la que me citaron en un piso en el barrio de Salamanca tras prometerme, sin ningún compromiso, un bono de 20 noches gratis en hoteles de la península. Recuerdo que nada más entrar al lugar, que estaba lleno de humo y de gente sumida en conversaciones, me asignaron una señorita y me acercaron una bandeja a la nariz para que eligiera entre una cerveza sin espuma o un refresco sin gas. Les dije que llevaba una botella de agua en la mochila, muchas gracias, y señalándome una silla me arrinconaron, muy amablemente, entre una mesa y la pared. La señorita se sentó al otro lado de la mesa diminuta y me comunicó que íbamos a charlar un poco, como amigas, y me preguntó que cómo serían mis vacaciones ideales.
Como estábamos en el mes de febrero, y yo llevaba unas cuantas semanas de abstinencia, pensé que lo ideal sería pasarme un mes entero en algún sitio que hiciera muchísimo calor y follando sin parar, pero supuse, fundamentalmente tras observar el atuendo y el maquillaje de mi interlocutora, que esta respuesta podría quizá enturbiar nuestra amistad incipiente; así que, ante la necesidad de una respuesta inmediata y haciendo uso de una figura retórica de la que no recuerdo el nombre, le dije que me gustaban mucho los pueblecitos costeros. Se me quedó mirando fijamente unos instantes, supongo que pensando que yo era idiota, pero enseguida reaccionó con una profesionalidad y una sonrisa que reconozco me dio un poquito de miedo; y diciendo que mi respuesta le parecía super-original y que mis ilusiones encajaban perfectamente con el producto que ellos me podían ofrecer, me sacó, como en un truco de ilusionismo, una especie de tomo de enciclopedia con un montón de fotos de complejos hoteleros, “la mayoría de ellos ubicados en zonas costeras”, me aclaró arqueando alarmantemente las cejas; ella pasaba despacio las páginas para que yo pudiera apreciar todos los detalles de la exquisita decoración de las habitaciones y de los exteriores, que consistían básicamente en césped con hamacas y palmeras, mientras me informaba que además se me ofrecía la posibilidad de realizar un montón de actividades náuticas, ya que me entusiasmaba el mar, pero también terrestres, como golf, hípica o tiro con arco. Me dijo que si no me parecía maravilloso y yo asentí y le dije que si por favor podía hacer uso de los lavabos ya que me estaba meando. Ella me señaló con desilusión el pasillo, (supongo que yo no era la primera persona que utilizaba este truco) y me fui sin mi bono y dispuesta a no volver a verme involucrada en asuntos semejantes.
Mi intención, pues, ante la llamada, era colgar tras proferir algunos insultos ocurrentes, pero mis intentos de ser descortés con el caballero situado al otro lado de la línea fueron, por suerte, infructuosos, debido a un grano de comino que fue a posarse en una zona de mi garganta, concretamente en la campanilla; y digo por suerte ya que, al recuperar la facultad de respirar tras expulsar el comino mediante toses y eructos, pude reconocer que el que estaba al teléfono preguntando con enorme preocupación si me encontraba bien o si ya me había muerto, era mi amigo Fer, un tipo con el que trabajé una temporada promocionando aceitunas y salchichitas en un hipermercado de la zona sur de Madrid, creo que en Entrevías.
Después de aquello seguimos manteniendo el contacto, y cuando nos vemos, Fer se pasa toda la velada haciendo imitaciones (le encanta imitar a Juan Echanove, aunque no sé por qué misteriosa razón, siempre que lo hace me parece que está imitando a Mickey Rooney), y recordando nuestras aventuras laborales, por ejemplo cuando se metía las salchichitas en los agujeros de la nariz antes de ofrecérselas a los clientes; siempre se descojona recordándolo.
El caso es que había ganado un viaje para dos personas tras enviar un cupón de sorteo que venía en la QDQ, y había pensado en mí para hacer el viaje.
Yo flipé porque, casualmente, hacía un par de días que acababa de leerme Drácula, y me moría por cruzar los Cárpatos y visitar sus maravillosos castillos.
Teníamos un plazo de diez meses para elegir la fecha del viaje, y después de deliberar unos cinco minutos decidimos salir el lunes, para qué esperar.
Aún estuvimos hablando un buen rato, y al final se despidió con un “buenash nochesh, sheñorita”, imitando la voz de Ulla, nuestro antiguo jefe, o al menos eso creo.
Pensando en el viaje me resultaba imposible dormir, así que encendí la tele de la habitación. Estaban anunciando, en la tele-tienda, un producto, El Podógrafo Programm, que servía para ver qué tal pisas; por ejemplo, si apoyas más un talón que el otro, si utilizas la parte interior o exterior de los pies, o si caminas sólo con los dedos gordos, o algo así. Todo eso salía fotocopiado en tres colores a través de lo que parecía ser una mini-impresora, que va conectada a través de unos cables morados a unos terminales que te colocas en los pies y que se asemejan bastante a unos calcetines de lana. No recuerdo el precio, sólo que si hacías el pedido en ese momento te regalaban también un banquito de mimbre y unas plantillas. Bajé el volumen.
Estaba consiguiendo conciliar el sueño cuando me sobresaltó un ruido proveniente de mi ventana. Al prestar atención pude comprobar que eran unos golpes sordos y constantes, como si algún gracioso estuviera lanzando pelotas de gomaespuma contra el cristal, así que me levanté y me asomé, pero no vi nada ni a nadie (al menos que pareciera gracioso).
Me volví a acostar y me eché por encima el edredón, ya que la habitación se había quedado helada al abrir la ventana, lo cual no dejó de parecerme extraño ya que durante el día no había hecho nada de frío. Desde la pantalla, una señorita me miraba sonriente mientras un aparato hacía abdominales con ella encima. Al minuto oí unos ruiditos rápidos y amortiguados en el salón y me levanté para ver de qué se trataba; enseguida descubrí que era la gata, lo cual debería de haberme tranquilizado si no fuera porque estaba boca abajo y caminando por el techo.
Estaba dudando entre ir a buscar una escalera o desmayarme cuando llamaron a la puerta; este hecho me alarmó bastante, teniendo en cuenta lo avanzado de la noche (eran las 3:17 de la madrugada) y el susto que ya tenía metido en el cuerpo.
Antes de dirigirme a la puerta miré de nuevo al techo pero la gata había desaparecido.
Me asomé a la mirilla y vi a un hombre alto, flaco, terriblemente pálido, con la nariz ganchuda y todo vestido de negro; supuse que era un cura enfermo, pero al preguntarle qué deseaba me dijo que era el Conde Drácula, que le abriera por favor la puerta o la ventana, ya que conocía mi intención de visitar su castillo en Transilvania, y que necesitaba algo de mi persona.
Tras el shock, yo le dije, poniendo una voz que se asemejaba bastante a la de Mercedes Milá, que se había confundido, que la chica del concurso vivía en el 2°C y que adiós muy buenas noches, pero él me dijo que sabía perfectamente que era yo, ya que era un espíritu antiguo y muy sabio, que no me preocupara de nada porque ya había cenado, y que me había salido fatal la imitación de Pepón Nieto.
Mientras él decía todo aquello, yo recordé que, según el libro, los vampiros no podían acceder a un lugar privado, como era por ejemplo mi casa, si no se les invitaba primero a pasar (vaya usted a saber por qué). Después podían entrar siempre que les diera la gana, echando abajo puertas, rompiendo cristales, o de cualquier otra manera y sin pedir permiso, pero la 1ª vez TENÍAN QUE SER INVITADOS, cosa que yo, por supuesto, no pensaba hacer. Así que me quedé un poco más aliviada y le dejé ahí fuera, aporreando la puerta.
Aún así, por las dudas, me dirigí a la cocina y cogí un diente de ajo pelado que quedaba en la nevera, una bolsa de tostadas de pan de ajo y un poco de guacamole que me había sobrado de la cena. Después me hice un crucifijo con dos lápices del IKEA y un poco de cinta aislante, lo deposité todo en la mesilla de la habitación y me acosté.
Me dormí enseguida, pero tuve unas pesadillas terribles. Yo subía a un autobús con una carpeta llena de fotos, creo que de Tom Cruise, y en la primera parada se subía Fer y se sentaba a mi lado, pero no parecía conocerme porque ni me saludó, y de pronto empezó, como un loco, a imitar a un montón de personajes, uno tras otro, y yo tenía que reconocerlos, y cada vez que me equivocaba, que era constantemente, alguien me lanzaba un murciélago de gomaespuma a la cara; yo estaba cada vez más desesperada e iba diciendo nombres, cada vez más deprisa y totalmente al azar, ¡Carmen Maura!, ¡Jesús Hermida! (y Fer se reía cada vez más fuerte) ¡Ringo Starr!,¡ Alfred Hitchcock!,¡el Neng!, pero nada, no daba ni una, y al mirarle a la cara vi que tenía unos colmillos larguísimos y un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios, y de pronto Fer se esfumó, y cesó la lluvia de murciélagos, y alguien dijo, “Fin del trayecto”, y entonces pude ver a Mercedes Milá observándome desde el techo y fumándose, como en éxtasis, una salchichita.

miércoles, febrero 08, 2006

Este es el diario de Niña Jonás (8)

Esta mañana me despertó un repartidor de leche a domicilio.
Dormía profundamente cuando oí que llamaban insistentemente al timbre; me llevé un susto considerable y pensé que lo mismo se estaba incendiando el edificio, pero cuando abrí la puerta me encontré con un tipo todo vestido de blanco que, forzando una sonrisa e intentando mirarme a los ojos, me preguntó si conocía las virtudes de los principios de la soja, que unidos a los beneficios de la leche, proporcionan bienestar y garantizan una salud de hierro para mí y todos los miembros de mi familia. Esto lo entendí a la segunda, ya que tras el primer intento, y teniendo en cuenta que yo estaba aún con la mitad de mis funciones cerebrales inactivas por la proximidad del sueño, sólo acerté a decirle ¡¿qué?! Así que el tipo, que se parecía a alguien pero no conseguía recordar a quién, me miro muy rápido de arriba abajo como tres o cuatro veces, tragó saliva y, forzando aún más la sonrisa, me repitió el speech y me regaló un pack consistente en dos yogures naturales y dos mini-tetrabricks de leche con extracto de soja con su correspondiente pajita.
Yo no sabía si le tenía que dar una propina o algo, pero como no tenía monedas en los bolsillos, fundamentalmente porque no suelo llevar bolsillos en las bragas, sólo le di las gracias.
Me dispuse a desayunar justo cuando sonó el radiodespertador, por lo que supe que eran las diez en punto.
Me eché el contenido de uno de los mini-tetrabricks en los cereales transgénicos que me tomo todas las mañanas y me los comí mientras leía la interminable lista de ingredientes que necesita hoy en día la leche para saber más dulce (yo, de pequeña, le echaba azúcar) y comprobé que el producto en cuestión tenía, de soja, un 2%. No sé si en esa cantidad las isoflavonas tendrán fuerza para producir, en mí o en mi familia, el efecto que de ellas se espera. Pero estaba rica, lo reconozco.
Me tomé también uno de los yogures, pero antes de llegar a los porcentajes, algo en la radio captó mi atención. Una mujer leía un poema que, a juzgar por la descripción que se hacía de cuerpos desnudos entrelazados, sudores y clímax podría considerarse erótico, pero no fue tanto el poema lo que me llamó la atención, como la voz de la mujer, profunda, grave, penetrante, sí, sin duda, tenía que ser Mada, una ex-compi de la facul que ya por entonces manifestaba aspiraciones literarias y nos sorprendía casi cada mañana con un poema o un cuento breve. Algunos compañeros ponían excusas cuando la veían llegar al bar, cuaderno en ristre, y se marchaban alegando que tenían que ir a la biblioteca o a musculación, algunos incluso entraban a clase, pero a mí me gustaba leer las cosas que escribía, sobre todo porque me la imaginaba cada noche, con su pijama y su coca cola, luchando por encontrar la rima, la palabra adecuada o la inspiración en la luna (era cáncer y muy aficionada a la astrología, además de vegetariana)
Una vez acudimos juntas a un congreso titulado Literatura Apocalíptica y Escritura de Guión II que se celebraba en la Universidad de Alicante y lo pasamos de puta madre.
Yo sólo iba a las conferencias de Literatura Apocalíptica porque las de Escritura de Guión II presentaban los siguientes inconvenientes:
a) Yo me había perdido las conferencias de Escritura de Guión I
b) El tipo que las daba era bajito y peludo (en mi post-adolescencia frívola esto suponía para mí un inconveniente de suma importancia)
c) Siempre ponía como ejemplos a seguir las series de Antena 3, pero nunca citó a los Simpsons
d) Las conferencias daban comienzo a las nueve de la mañana

En cambio las sesiones de Literatura Apocalíptica corrían a cargo de Juan José Luna Ferreira, un artista multidisciplinar de Veracruz y dulce como un algodón de feria, que medía como poco 1’90, algo inusual en un mexicano, creo.
La última noche salimos de fiesta todos los asistentes al congreso y los organizadores, lo que incluía también a los conferenciantes.
Por aquel entonces Mada y yo estábamos completamente enamoradas y sabíamos que siempre permanecería en nuestros corazones la voz, los gestos y el espíritu de Juan José, por lo que nos propusimos, esa última noche, hacernos también con su cuerpo. Pactamos que no nos enfadaríamos si lo conseguía una en vez de la otra, ya que en nuestras cabezas, al menos por aquel entonces, no cabía la idea del menage.
Rebuscamos en nuestras maletas en busca de vestimentas que resultaran irresistibles al ojo masculino, que era el ojo que nos interesaba aquella noche.
Mada me dejó un vestido verde increíblemente poco apropiado para un congreso de literatos y ella se puso una minifalda vaquera con lentejuelas que le hacía unas piernas increíbles y le presté mi camiseta negra con letras rosas impresas en las que se leía It’s me?
Estábamos arrolladoras y borrachas de vodka cuando salimos de la habitación.
La cena era en una terraza decorada con farolillos como de la feria de abril, y estaba al ladito de la playa, pero cuando llegamos los asientos de al lado y enfrente de Juan José estaban ocupados por un grupo de zorras escandalosas, probablemente nos demoramos demasiado en el proceso de maqueado, así que no nos quedó más remedio que situarnos en una esquina de la enorme mesa alargada. Al ratito llegó Pedro Corderoy, el conferenciante de guiones, y se sentó a mi lado. Por lo visto él también tardó en arreglarse, y olía bien, lo reconozco, pero seguía igual de peludo.
Mada se partía el culo mientras Pedro Corderoy me llenaba el vaso de sangría y me preguntaba si había aprovechado el curso. Nos trajeron un montón de raciones y mientras Pedro me ponía al corriente de un cómico asunto acerca de una ducha, un amigo cántabro y su ex-mujer (la verdad es que lo contaba con gracia) levanté la vista de mi sardina y pude comprobar que Juan José me miraba. Decidí pasar al plan B sin pasar por el A y me levanté diciendo que iba al baño. Al pasar por detrás de la silla de Juan José le puse una mano en el hombro y le dije ¡hola! y él me dijo ¡hola! y entré en el lavabo. El tío que estaba dentro se puso rojo e intentó decir algo pero no le salió más que un pequeño gorjeo, supongo que se avergonzó de que le hubiera pillado sacudiéndose las últimas gotitas de pis. Salí del lavabo de caballeros y me metí en el de señoras dispuesta a no beber ni una gota de sangría más.
Me estaba echando brillo en los labios cuando entraron las dos zorras que ocupaban las sillas contiguas a la de Juan José, así que aproveché para salir corriendo y sentarme en uno de los asientos libres. Mada ya había ocupado el otro asiento libre y hablaban de lencería; Mada podía ser increíblemente rápida cuando se lo proponía. Yo contraataqué hablando de los Simpsons, y contra todo pronóstico, Simpsons parecieron ganar a lencería, porque JJ me prestó mucha atención en cuanto empecé a hablar, incluso pareció iluminarse cuando abordé el tema del jefe de la policía de Springfield y comenzó a contar una historia sobre los indios zapotecas. Yo le miraba a los ojos y asentía mientras por dentro me preguntaba qué pasaría cuando volvieran las zorras del baño, pero no pasó nada porque cuando nos vieron allí acopladas, se limitaron a mirarnos con odio y se sentaron junto a PC. Supongo que provocar un rifirrafe en una terraza nocturna, aunque tuviera farolillos, y después de un congreso de literatura les debió de parecer poco elegante.
La cena estaba llegando a su fin y nos pedimos unos tequilas. Yo estaba como loca ideando el modo de llevarme a Juan José a la playa con cualquier pretexto, cuando unas gotas de sudor, intuyo que frío, comenzaron a caerle por el rostro, después se puso blanco, se levantó corriendo improvisando precipitadamente una disculpa, y se metió en el baño. Cuando volvió y nos disponíamos a brindar, la chica que estaba sentada enfrente de mí también se levantó y se metió en el lavabo, JJ se levantó de nuevo y en un momento, todo el sector central de la mesa se había convertido en un peregrinar histérico de chicos y chicas pálidos que iban y venían desesperados y aporreaban las puertas de los baños peleándose por entrar los primeros. Creo que después llegó la policía, o a lo mejor era una ambulancia, no sé, supongo que la confusión etílica me impedía discernir.
Mada y yo nos libramos porque el cambio de posiciones en la mesa tuvo lugar después de la ensaladilla. Creo que Juan José se fue en un taxi y no le volvimos a ver. Al final acabamos tumbadas en la playa compartiendo una botella de vodka con dos poetas salidos. Creo que esa noche hubo lluvia de estrellas.
Decidí llamar a la radio y darle una sorpresa a Mada. Hacía tres años que no sabía nada de ella, desde que se fue a Mallorca, y me parecía de lo más emocionante un reencuentro de este tipo. Pensé que sería muy complicado entrar en antena, que tendría que dar mil explicaciones, pero en vez de eso me dijeron: te pasamos, y me pasaron.
Fue todo tan repentino que no supe qué decir, así que me puse a cantar La rebelión de los electrodomésticos, de Alaska y Los Pegamoides, que nos encantaba cantarla a voz en grito cuando nos metíamos en el mar, las dos veces que fuimos juntas a la playa.
Cuando acabé de cantar se produjo un silencio sepulcral, y después de unos segundos la locutora dijo: ahora mismo la cara de Alvaro sí que es un poema, ja, ja, creo que tendrás que darle alguna otra pista si quieres que te reconozca, y colgué. No era Mada, se llamaba Alvaro Riga y era un tío. Entonces me dio cagalera, y mientras me debatía en el baño entre retortijones me acordé: el lechero se parecía a Nacho Canut.