sábado, agosto 27, 2005

Este es el diario de Niña Jonás (3)

Esta mañana me despertó el teléfono.
Por un momento creí que era parte de mi sueño, ya que estaba soñando que Dios me llamaba por teléfono para no sé qué asunto de Hacienda; creía que mi casa era una oficina de la Agencia Tributaria, pero entonces sonó el teléfono de verdad, una pena, porque me hubiera encantado saber qué le había contestado.
Era mi amiga Rebeca y me llamaba para dos cosas, una para pedirme la receta de una sopa fría muy rica que preparo con sandía y con tomate, a la que después le añado queso fresco con un poquito de hierbabuena; no sabía las proporciones, mitad y mitad, le dije, es realmente fácil, y ella me replicó, sí, pero el resultado es sorprendente, sí, le respondí, de eso no hay duda, y dos, para pedirme por favor si podía acoger un par de días en mi casa a Nacio, un amigo suyo de cuando vivía en Santander que se acababa de separar de su novia de cuatro años, (que llevaba saliendo con ella cuatro años, me aclaró, aunque no hacía falta, pero Rebeca es así, siempre y con todo) que se sentía muy desgraciado y que había decidido venir a Madrid para olvidar y emprender nuevos proyectos.
Yo pensé pero no se lo dije que por qué no se quedaba en su casa, ya que era su amigo y no el mío y ella me dijo que lo lógico hubiera sido que se quedara en su casa, y no en la mía ya que era su amigo y no el mío, pero que desde que había tenido a la niña no paraba y Roberto tampoco paraba y todo era un caos.
Yo le dije que sí, claro, claro… no hombre no, ya…ya, y esas cosas que se dicen por teléfono y colgué.
Nacio llegaría sobre las dos, o cosa así, según las estimaciones de Rebeca, que no suele equivocarse. Así que decidí poner un poco de orden: pasar la aspiradora, vaciar el lavavajillas y volverlo a llenar con los platos amontonados en la pila, darle un repaso a los sanitarios, destender y guardar la ropa, limpiar los cristales, pasar el plumero por los muebles y las figuritas del roscón de reyes que hay encima del mueble de caña del salón, hacer la cama, fregar el suelo de la terraza, regar las plantas, comprar pollo, fruta y verdura, devolver los libros a las estanterías, sacudir los cojines del sofá, realmente Rebeca no tenía ni puta idea de lo que es el caos.
Ante esta perspectiva hice lo mejor que se puede hacer en estos casos, que es desayunar, (eso si da la casualidad de que esta perspectiva te pilla en ayunas, claro.)
Después de ponerme hasta el culo de rebanadas de pan de molde untadas de una exquisita crema de chocolate con nueces de macadamia, decidí reducir mis tareas a pasar el aspirador y depilarme; seguro que Nacio se iba a fijar más en mis piernas que en el polvo de los muebles.
Después puse a Bowie y a las 13:37 llamaron al telefonillo. Era Nacio y tenía una voz muy bonita, como de batería de grupo Trash Metal, que siempre hablan poco (al menos en las entrevistas) y como arrastrando las palabras.
Era guapo, aunque me recordaba a un boniato.
Me dijo que era botánico y que le agradaba mi casa porque era como muy personal; no me lo dijo así, todo seguido, pero recuerdo que de esto fue de lo que hablamos antes de que se pusiera a llorar.
Me quedé un buen un rato mirándole absorta y escuchando una vocecita interior que no hacía más que repetir, Ay, madre, hasta que pensé que quizá sería una buena idea traerle unos Kleenex.
Sólo tenía paquetes de Kleenex con dibujos de las tres mellizas; cuando los compré me parecieron graciosos, pero para la ocasión presente se me antojaban poco apropiados. Pero a Nacio no pareció sorprenderle ni importarle, ya que se gastó todo el paquete sin apenas apreciar los dibujos y me lo agradeció muchísimo.
Cuando acabó de llorar me dijo, aún hipando un poquitín, que se sentía temendamente avergonzado, aunque también suficientemente aliviado y espantosamente hambriento, y que me invitaba a comer unas raciones en algún sitio por las molestias ocasionadas.
Le llevé a un restaurante de comida asiática que abrieron la semana pasada, y nos estábamos sentando cuando oímos un gran estruendo seguido de exclamaciones pánicas y vimos a un señor de 180 kilos y con la cara muy roja intentando levantarse del suelo. ¡Langostino, langostino! vociferaban algunos comensales, y yo miraba al pobre señor y pensaba que no se parecía en nada a un langostino, ¡ha sido un langostino! clamaban con insistencia enfermiza, y de pronto, y ante la confusión, empecé a imaginarme al señor de cara roja, igual de gordo pero de pie, dándose de hostias con un langostino gigante, de hecho me pareció ver alejarse al langostino con aire orgulloso, y entonces vi a Nacio adentrándose en la bulliciosa muchedumbre y gritando ¡soy médico!, ¡¿no era botánico?!, pero allí estaba él, con su maletín y su bata y su estetoscopio intentando darle la vuelta al señor gordo para darle unos puntos en la barbilla con mayor comodidad; seguía pareciendo un boniato, pero reconozco que emanaba algo muy follable, y de repente volvieron a surgir exclamaciones de pánico, y era el langostino, que volvía, enorme y triunfal, y todos se apartaban aterrados a su paso; sólo Nacio permanecía inmóvil, concentrado en su trabajo de sutura, y el señor gordo pataleaba mirando con ojos desorbitados hacia el langostino que se acercaba pesado pero como patinando, y de pronto me sonó el móvil y era Dios; que se liaba con el programa PADRE, decía, y que no sabía dónde meter los gastos de gasolina y transporte, y yo le dije que en la casilla 18.

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